lunes, 11 de marzo de 2013

GORGIAS



Contemporáneo de Protágoras fue Gorgias de Lentini (en Sicilia), nacido
hacia el 484-83, quien enseñó primeramente en Sicilia y, después del 427, en
Atenas y en otras ciudades de Grecia. En los últimos tiempos de su vida se
estableció en Larisa de Tesalia, donde murió a los 109 años. Fue sobre todo
un retórico; pero escribió también una obra filosófica con el título Sobre el
ser o sobre la naturaleza, de la cual Sexto Empírico nos ha conservado un
fragmento. (Adv. math., VII, 65 y ss.). Nos quedan también fragmentos de
algunos de sus discursos, un Elogio de Helena y una Defensa de Palamedes.
Las tesis fundamentales de Gorgias eran tres, concatenadas entre sí: 1.a
Nada existe; 2.a . Si algo existe, no es cognoscible por el hombre; 3.a Aunque
sea cognoscible, es incomunicable a los demás. 1) Sostenía el primer punto
demostrando que no existe ni el ser ni el no ser. En efecto, el no ser no es,
porque si fuese sería a la vez no ser y ser, lo que es contradictorio. Y el ser,
si fuese, debería ser o eterno o engendrado, o eterno y engendrado a la vez.
Pero si fuese eterno sería infinito y si infinito no estaría en ningún lugar,
esto es, no existiría de hecho. Si es engendrado, debe haber nacido o del ser
o del no ser; pero del no ser no nace nada; y si ha nacido del ser ya existía
primero, en consecuencia, no es engendrado. El ser no puede ser, pues, ni
eterno ni engendrado; ni puede ser tampoco eterno y engendrado a la vez,
porque las dos cosas se excluyen. Así, pues, ni el ser ni el no ser existen. 2)
Pero si el ser fuese, no podría ser pensado. En efecto, las cosas pensadas no
existen; de lo contrario existirían todas las cosas inverosímiles y absurdas
que al hombre se le antoja pensar. Pero si es verdad que lo que es pensado
no existe, será también verdad que lo que existe no es pensado y que, por
tanto, el ser, si existe, es incognoscible. 3) En fin, aunque fuese cognoscible,
no sería comunicable. Nosotros, en efecto, nos expresamos por medio de la
palabra, pero la palabra no es el ser; así pues, comunicando palabras, no
comunicamos el ser.
Gorgias llega así a un nihilismo filosófico completo, utilizando las tesis
eleáticas acerca del ser y reduciéndolas al absurdo. Se ha dudado de si este
nihilismo representa verdaderamente las convicciones filosóficas de Gorgias
o fue más bien un simple ejercicio retórico, una prueba de habilidad
oratoria. Pero no poseemos elementos que nos permitan negar la intención
filosófica de Gorgias y, por tanto, la seriedad de sus conclusiones. Tal
conclusión se opone en cierto modo a la de la doctrina de Protágoras. Para
Protágoras todo es verdadero, para Gorgias todo es falso. Pero en realidad el
significado de las dos tesis no es más que uno: la negación de la objetividad
del pensamiento y, en consecuencia, de la validez que le proporciona su
referencia al ser. Por la ausencia de tal objetividad, la palabra, sobre todo
cuando va gobernada por la retórica, tiene una fuerza necesitante a la que
nadie puede resistir. En la Defensa de Helena, Gorgias sostiene que "Helena
—sea que hubiera hecho lo que hizo inducida por el amor, o persuadida por
la..fuerza de la palabra, o raptada con violencia, u obligada por destino
divino— en cualquiera de los casos se libra de la acusación" (fr. 11, 20).
Aquí, la fuerza de la palabra figura junto al destino divino y al lado del
poder del amor y de la violencia como condición necesitante que elimina la
libertad, y por tanto, la imputabilidad de una acción. "La fuerza de la
persuasión —sigue diciendo Gorgias— de la que se originó la decisión de
Helena, pues efectivamente tuvo origen por necesidad, no es digna de
reproche sino que posee un poder que se identifica con el de esta necesidad"
(fr. 12). Claro está que, según Gorgias, la palabra tiene una fuerza
necesitante porque no halla límites a su poder en ningún criterio o valor
objetivo, en ninguna idea en el sentido platónico del término: el hombre no
puede resistirse a ella aferrándose a la verdad o al bien y se encuentra
totalmente indefenso frente a la misma. El relativismo teórico y práctico de
la sofística encuentra aquí un importante corolario suyo: la omnipotencia
de la palabra y la fuerza necesitante de la retórica que la guía con sus
recursos infalibles. Cuando Platón opone a Gorgias, en el diálogo que lleva
su título, que la retórica no puede persuadir sino en lo que es verdadero y
justo, arranca de un supuesto no compartido por Gorgias: o sea, que existan
criterios infalibles y universales para reconocer lo verdadero y lo justo
(Gorgias, 455 a). Lo que distingue a la retórica de Gorgias como arte
omnipotente de la persuasión, de la retórica de Platón como educación del
alma en la verdad y en lo justo es el supuesto fundamental del platonismo:
la existencia de las ideas como criterios o valores absolutos.

BIBLIOGRAFIA
ABBAGNANO, Nicolas, Historia de la filosofía, Barcelona, HORAS S.A, 1994.


PROTÁGORAS



Protágoras de Abdera fue el primero que se llamó sofista y maestro de
virtud. Según Platón, que nos presenta su figura en el diálogo intitulado con
su nombre, era mucho más viejo que Sócrates: su florecer se sitúa en el
444-40. Enseñó durante cuarenta años en todas las ciudades de Grecia,
yendo de una a otra. Estuvo repetidas veces en Atenas: pero al fin, habiendo
sido acusado de ateísmo, se vio obligado a abandonar la ciudad. Murro
ahogado a los 70 años, cuando iba a Sicilia. Platón nos ha dejado, en el
diálogo intitulado con su nombre, un retrato vivo, aunque irónico, del
sofista; nos lo presenta como un hombre de mundo lleno de años y de
experiencia, grandilocuente, vanidoso, y en las discusiones más preocupado
por obtener a cualquier coste un éxito personal que por lograr la verdad. La
obra principal de Protágoras, Razonamientos demoledores, se citaba
también con el título Sobre la verdad o sobre el ser. Se atribuye a Protágoras
una obra Sobre los Dioses. Sobre éstos Protágoras no se pronunciaba. El
significado de esta famosa tesis lo explicó por primera vez Platón y su
interpretación ha continuado y continúa siendo vigente. Según Platón,
Protágoras quería decir que "tal como aparece para mí cada cosa, así lo es
para mí y tal como te aparece a ti, así lo es para ti: porque hombre eres tú y
hombre soy yo" (Teet., 152 a); por lo tanto, identificaba apariencia y
sensación afirmando que ambas son siempre verdaderas porque "la sensación
es siempre de la cosa que es" (Ib., 152 c)·. es, se entiende, para este o aquel
hombre. Aristóteles (Met., IV, 1, 1053 a, 31 y ss.) y con él todas las fuentes
antiguas confirman sustancialmente la interpretación platónica. Esta se
corrobora también por las críticas que, según un testimonio de Aristóteles
(Ib., I I I , 2, 997 b, 32 y ss.), dirigía Protágoras a la matemática observando
que ninguna cosa sensible tiene las cualidades que la geometría atribuye a
los entes geométricos y que, por ejemplo, no existe una tangente que toque
a la circunferencia en un solo punto, como quiere la geometría (fr. 7, Diels).
En esta crítica, como es obvio, Protágoras se apoyaba en las apariencias
sensibles para juzgar de la validez de las proposiciones geométricas.
Según el mismo Platón, seguido en esto casi unánimemente por la
tradición posterior, el presupuesto de la doctrina de Protágoras era el mismo
de Heráclito: el fluir incesante de las cosas. El Teetetes platónico contiene
también una teoría de la sensación elaborada sobre este mismo principio: la
sensación sería el encuentro de dos movimientos, el del agente, es decir, del
objeto y el del paciente, o sea, del sujeto: como los dos movimientos,
después del encuentro, continúan, nunca habrá dos sensaciones iguales ni
para diversos hombres ni para el mismo hombre (Teet., 182 a). No sabemos
si esta doctrina pueda referirse a Protágoras: sin embargo, también ella es
una confirmación de la identidad que Protágoras establecía entre apariencia
y sensación. Por lo tanto, es bastante claro que el mundo de la doxa (o sea,
de la opinión) que cabalmente comprende las apariencias sensibles y todas
las creencias que se fundan en ellas, lo acepta Protágoras tal como se
presenta; pero él, como los demás sofistas, se niega a proceder más allá de
este mundo de la opinión y a instituir una investigación que de algún modo
lo trascienda. Su mundo es el mundo de las tareas humanas en el cual tanto
Protágoras como todos los sofistas intentan moverse y permanecer. El
agnosticismo religioso de Protágoras es una consecuencia inmediata de esta
limitación de su interés a la esfera de la experiencia humana. "De los dioses
—decía Protágoras— no llego a saber ni si son ni si no son ni cuáles son, pues
hay muchas cosas que impiden saberlo: no sólo la oscuridad del problema
sino la brevedad de la vida humana" (fr. 4, Diels). La "oscuridad" de que
habla aquí Protágoras consiste probablemente en el hecho de que lo divino
trasciende la esfera de aquellas experiencias humanas a las cuales, según
Protágoras, se limita el saber.
Sin embargo, todas estas explicaciones no son suficientes para
comprender el alcance del principio protagórico. El interés de Protágoras,
como el de todos los sofistas, no es puramente gnoseológico-teorético. Los
problemas que lleva Protágoras en su corazón son los de los tribunales, los
de la vida política y los de la educación: es decir, los problemas de la vida
asociada que surgen en el interior de los grupos humanos o en las relaciones
entre los grupos. El hombre que ellos toman en consideración es ciertamente
el individuo (y no, como quería Gomperz, el hombre en general o la
naturaleza humana); pero no el individuo aislado, encerrado en sí mismo
como una mónada, sino el individuo que vive junto con otros y que tiene,
que estar adaptado o adaptarse para afrontar los problemas de esta
convivencia. Por consiguiente, sería arbitrario restringir el principio de
Protágoras a la relación entre el hombre y las cosas naturales: es mucho más
correcto entenderlo en su significación más amplia, como comprendiendo
todo tipo de objeto sobre el que vierta una relación interhumana, incluidos
los objetos que se denominan bienes o valores. En el mismo sentido literal
de la palabra χρεμαγα usada por Protágoras, los bienes y los valores se
incluyen en el mismo título de los cuerpos o de las cualidades de los
cuerpos. Desde este punto de vista, el hombre no es sólo la medida de las
cosas que se perciben, sino asimismo la del bien, la de lo justo y la de lo
bello. No hay duda que Protágoras consideraba que incluso tales valores son
diversos de individuo a individuo porque aparecen como tales, y que
también en este campo todas las opiniones son igualmente verdaderas. En la
enérgica defensa que el propio Sócrates hace de Protágoras a mitad del
Teetetes, se dice claramente "que las cosas que en cada ciudad parecen
justas y bellas, lo son tales para ella mientras las considere como tales"
(Teet., 167 c); y esta es una tesis que puede estar ya comprendida en el
principio de que el hombre es medida de todo. Como veremos, los sofistas
insistían gustosos en la diversidad y heterogeneidad de los valores que rigen
la convivencia humana. Un escrito anónimo, Razonamientos domes
(compuesto probablemente en la primera mitad del siglo IV), que se
propone demostrar que las mismas cosas pueden ser buenas y malas,
hermosas y feas, justas e injustas, lo presenta su autor como una Suma de la
enseñanza tomista: "Razonamientos dobles (así comienza el escrito) sobre
el bien y el mal defendidos en Grecia por los que se ocupan de filosofía"
(Diels, 90, 1 [1]). Puede ser que el autor de este escrito siguiese más cerca la
trayectoria de un sofista determinado (por ejemplo, de Gorgias, como
sostienen algunos especialistas); pero es difícil suponer que no pretendiera
también referirse a Protágoras, de quien sabemos que escribió un libro
titulado Antilogias (Diels, 80, fr. 5). La segunda parte del escrito tiene
especial interés, pues contiene la exposición de lo que hoy se llama el
"relativismo cultural", es decir, el reconocimiento de la disparidad de los
valores que presiden las diversas civilizaciones humanas. He aquí algunos
ejemplos: "Los macedonios consideran bello que las muchachas sean amadas
y se acuesten con un hombre antes de casarse, y feo después de que se hayan
casado; para los griegos es feo tanto lo uno como lo otro... Los masagetas
hacen pedazos los (cadáveres de los) progenitores y se los comen
considerando como una tumba bellísima quedar sepultados en sus propios
hijos; pero si alguno hiciera esto en Grecia sería rechazado y condenado a
morir cubierto de oprobio por haber cometido un acto feo y terrible. Los
persas consideran bello que los hombres se adornen al igual que las mujeres
y que se unan con la hija, la madre o la hermana; en cambio, los griegos
consideran feas e inmorales tales acciones, etc." (Diels, 90, 2 [12]; [14];
[15]). El autor del escrito concluye su ejemplificación diciendo que "si
alguno ordenase a todos los hombres reunir en un solo lugar todas las leyes
(νομον) consideradas como feas y elegir luego las que cada uno considere
como bellas, no quedaría ni una de ellas, sino que todos se lo repartirían
todo" (Diels, 2, 18). Consideraciones de esta índole no son fenómenos
aislados en el mundo griego sino que se dan con frecuencia en el ambiente
sofístico. Según testimonio de Jenofonte, (Mem., IV, 20), Hipias negaba que
la prohibición del incesto fuese ley natural desde el momento que algunos
pueblos la transgredían. La oposición entre naturaleza y ley, propia de
Hipias y de otros sofistas (§ 27) no era sino una consecuencia de la
conciencia relativista que dichos sofistas tenían de los valores vigentes en las
distintas civilizaciones humanas. Por ultimo, hay que recordar a este
propósito que Herodoto, que ciertamente tuvo relación con el ambiente
sofista y compartió a su manera la tendencia iluminista, después de haber
narrado, refiriéndola a los indios callatas, la costumbre de algunos pueblos
de dar sepultura a sus padres en su estómago y de haber comparado la
repugnancia de los griegos hacia esta costumbre con la de aquellos indios
hacia la costumbre de los griegos de quemar a sus muertos, concluía con una
afirmación típica del relativismo de los valores: "Si se propusiese a todos los
hombres, decía, elegir entre las diversas leyes y se les invitase a tomar la
mejor, cada uno, después de haber reflexionado, elegiría la de su país: y es
que las propias leyes le parecen a cada uno las mejores, pero con mucho." Y
terminaba su relato comentando: "Así son estas leyes hereditarias y creo
que Píndaro lo ha dicho bien en sus versos que 'la ley es reina de todas las
cosas" (Hist. III, 38).
Cuando se tiene presente, en la interpretación del principio de Protágoras,
la totalidad del ambiente sofístico (que, por otra parte, el mismo Protágoras
contribuyó eficazmente a formar), parece obvio que el principio se refiere a
todas las opiniones humanas, incluidas las concernientes a los valores (lo
bello, lo justo, lo bueno) y no sólo las que se refieren a las cualidades
sensibles o a las mismas cosas. Pero la heterogeneidad y la equivalencia de las
opiniones no significa su inmutabilidad: según Protágoras, las opiniones
humanas son modificables y en realidad se modifican y se corrigen; todo el
sistema político-educativo que constituye una comunidad humana (πόλιζ)
está ordenado precisamente a obtener oportunas modificaciones en las
opiniones de los hombres. ¿En qué sentido se producen estas
modificaciones? Ciertamente, no en el sentido de la verdad, porque desde el
punto de vista de la verdad todas las opiniones son equivalentes. Se
producen y se orientan en el sentido de la utilidad privada o pública. Esta es
la tesis que se mantiene en la defensa que el propio Sócrates hace de
Protágoras en el Teetetes (166 a, 168 c). Y en el Protágoras se dice: "Como
se comportan los maestros con los escolares que todavía no saben escribir,
trazando ellos mismos las letras de muestra y obligándoles a calcar y copiar
la muestra, de la misma manera la comunidad (πόλιζ) haciendo valer las
leyes excogitadas por los grandes legisladores antiguos, obliga a los
ciudadanos a seguirlas tanto en el ordenar como en el obedecer y castiga a
quien se aparta de ellas" (Prot., 326 d). En esta misma posibilidad de
rectificación de las opiniones humanas en el sentido de la utilidad privada y
pública, se inserta, según la defensa del Teetetes, la obra del sabio que se
hace maestro de cada uno de los particulares y de las ciudades "haciendo
aparecer justas las cosas buenas en lugar de las malas". En este sentido, la
obra del sabio (o sofista) es perfectamente semejante a la del médico o a la
del agricultor: transforma en buena una disposición mala, hace pasar a los
hombres de una opinión dañosa para cada uno y para la comunidad a una
opinión útil, prescindiendo por completo de la verdad o falsedad de las
opiniones que, bajo este aspecto, son para él todas iguales (Teet., 167 c-d).
Por eso Protágoras se presentaba como maestro, no de ciencia, sino de
"agudeza en los negocios públicos y privados" (Prot., 318 e); por eso
profesaba la enseñabilidad de la virtud, es decir, la modificabilidad de las
opiniones en el sentido de lo útil; y por eso se consideraba (y era
considerado) digno de ser recompensado con dinero por su obra educadora.
Nada hay, pues, en todo lo que sabemos de la doctrina de Protágoras, que
deje presumir que él atribuyese carácter absoluto a las formas que la utilidad
adopta en la vida pública o privada del hombre. Ciertamente que, según
Protágoras, "toda la vida del hombre necesita de orden y de adaptación"
(Prot., 326, b). Zeus entregó a los hombres el arte de la política, fundada en
el respeto y en la justicia, para que los hombres dejaran de destruirse
mutuamente y pudieran vivir en comunidad (Ib., 322 c). Pero ni el arte de la
política es una ciencia ni el respeto y la justicia son objeto de ciencia, según
Protágoras. "Respeto y justicia" son en el mito, lo mismo que "orden y
adaptación" son fuera del mito: pueden asumir innumerables formas. En la
misma República de Platón, el concepto de justicia se introduce y defiende
como condición de cualquier convivencia humana, de cualquier actividad
que los hombres tengan que desarrollar en común, incluida hasta la de una
banda de ladrones y bandidos (Rep., 351 c); por algo un testimonio antiguo
hace depender la República de Platón de las Antilogias de Protágoras (fr. 5,
Diels). Seguro que Platón no se detuvo en este concepto formal de justicia:
todo el cuerpo de la República se encamina a limitarlo y definirlo
haciéndolo objeto de ciencia y absolutizándolo de esta manera. Mas para
Protágoras, el concepto de justicia conserva su carácter formal y, por lo
tanto, su fluidez: lo que significa que para Protágoras la justicia misma, o
sea, el orden y la acomodación recíproca de los hombres, obtenibles
mediante la rectificación que las leyes y la educación imponen a sus distintas
opiniones, puede asumir formas diversas, que la perspicacia y la ingeniosidad
humana pueden descubrir o hacer valer en las diferentes comunidades
humanas.

BIBLIOGRAFIA
ABBAGNANO, Nicolas, Historia de la filosofía, Barcelona, HORAS S.A, 1994.








ESCUELA SOFISTA


Desde la mitad del siglo V hasta fines del IV, Atenas es el centro de la
cultura griega. La victoria contra los persas abre el período más florido de la
potencia ateniense. La ordenación democrática hacía posible la
participación de los ciudadanos en la vida política y hacía preciosas las dotes
oratorias que permiten obtener el éxito. Los sofistas vinieron a satisfacer la
necesidad de una cultura adaptada a la educación política de las clases
dirigentes. La palabra sofista no tiene ningún significado filosófico
determinado y no indica una escuela. Originariamente significó solamente
sabio y se empleaba para indicar a los Siete Sabios, a Pitágoras y a cuantos se
distinguían en cualquier actividad teorética o práctica. En el período y en
las condiciones que hemos indicado, el término asume un significado
específico: eran sofistas los que hacían profesión de sabiduría y la
enseñaban mediante remuneración. El puesto de la sofística en la historia de
la filosofía no presenta por esto ninguna analogía con el de las escuelas
filosóficas anteriores o contemporáneas. Los sofistas influyeron en realidad
potentemente sobre el curso de la investigación filosófica, pero esto
aconteció de manera por completo independiente de su intención, que no
era teorética, sino sólo práctico-educativa. Los sofistas no pueden
relacionarse con las investigaciones especulativas de los filósofos jonios, sino
con la tradición educativa de los poetas, como se había desarrollado
ininterrumpidamente de Homero a Hesíodo, a Solón y a Píndaro, todos los
cuales dirigieron su reflexión hacia el hombre, hacia la virtud y hacia su
destino y sacaron de tales reflexiones consejos y enseñanzas. Los sofistas no
ignoran éste su origen ideal, ya que son los primeros exégetas de las obras de
los poetas y vinculan a ellos su enseñanza. Así Pitágoras, en el diálogo
homónimo de Platón, expone su doctrina sobre la virtud del comentario de
unos versos de Simónides.
Los sofistas fueron los primeros que reconocieron claramente el valor
formativo del saber y elaboraron el concepto de cultura (παιδεία), que no es
suma de nociones, ni tampoco el solo proceso de su adquisición, sino
formación del hombre en su ser concreto, como miembro de un pueblo o de
un ambiente social. Los sofistas fueron, pues, maestros de cultura. Pero la
cultura que constituía el objeto de su enseñanza era la que resultaba útil a la
clase dirigente de las ciudades en que impartían su magisterio: por eso era
pagada. Para que su enseñanza fuese no sólo permitida, sino buscada y
recompensada, los sofistas debían inspirarla en los valores propios de las
comunidades en donde la exponían, eludiendo críticas e investigaciones que
chocaran con tales valores. Por otro lado, precisamente por esta situación,
podían darse cuenta muy bien de la diversidad o heterogeneidad de tales
valores; lo cual quiere también decir de su limitación. Los sofistas podían
ver que, de una ciudad a otra, de un pueblo a otro, muchos de los valores
sobre los que se afianza la vida del hombre, experimentan variaciones
radicales y resultan inconmensurables entre sí. La naturaleza relativista de
sus tesis teóricas no es más que la expresión de una condición fundamental
de su enseñanza. Por otro lado, ellos se consideran "sabios" en el sentido
antiguo y tradicional del término: es decir, en el sentido de hacer a los
hombres hábiles en sus tareas, aptos para vivir juntos, capaces de salir airosos
en las competiciones civiles. Verdad es que, en este aspecto, no todos los
sofistas manifiestan, en su personalidad, las mismas características.
Protágoras reivindicaba para los sabios y para los buenos oradores la tarea de
guiar y aconsejar lo mejor a las mismas comunidades humanas (Teet., 167
c). Otros sofistas ponían su obra expresamente al servicio de los más
poderosos o de los más astutos. En todo caso, el interés de los sofistas se
limitaba a la esfera de las actividades humanas y la misma filosofía era
considerada por ellos como un instrumento para moverse sagazmente en
dicha esfera. En el Georgias platónico, Calicles, discípulo de los sofistas,
afirma que la filosofía se estudia únicamente "para la propia educación" y
que por esto es conveniente a la edad juvenil, pero se vuelve inútil y dañosa
cuando se cultiva más allá de este límite, ya que impide al hombre volverse
experto en los negocios públicos y en los privados y en general en todo lo
que concierne a la naturaleza humana (484 c-485 d).
Por este mismo motivo, el objeto de la enseñanza sofística se limitaba a
disciplinas formales, como la retórica o la gramática, o a diversas nociones
brillantes pero carentes de solidez científica, que podían ser de utilidad para
la carrera de un abogado o de un hombre político. Su creación fundamental
fue la retórica, o sea, el arte de persuadir, independientemente de la validez
de las razones aducidas. Los sofistas afirmaban la independencia y
omnipotencia de la retórica: la independencia de todo valor absoluto
cognoscitivo o moral; la omnipotencia respecto a todo fin que alcanzar. Pero
por la exigencia misma de este arte, el nombre pasa a primer plano en la
atención de los sofistas; se le considera no ya como una parte de la
naturaleza o del ser, sino en sus caracteres específicos: de tal manera que, si
la primera fase de la filosofía griega había sido predominantemente
cosmológica u ontológica, con los sofistas se inicia una fase antropológica.

BIBLIOGRAFIA
ABBAGNANO, Nicolas, Historia de la filosofía, Barcelona, HORAS S.A, 1994.

ANAXÁGORAS



Anaxágoras de Clazomene, nacido en el 499-98 a. de J. C. y muerto en el
428-27, es presentado por la tradición como un hombre de ciencia absorto
en sus especulaciones y extraño a cualquier actividad práctica. Para poderse
ocupar de sus investigaciones, cedió cuanto poseía a sus parientes.
Interrogado sobre el objetivo de su vida, respondió orgullosamente que era
vivir "para contemplar el sol, la luna y el cielo". A quien le reprochaba que
no le importaba nada su patria, respondió: "Mi patria me importa
muchísimo", indicando con la mano el cielo (Diels, A 1). Fue el primero
que introdujo la filosofía en Atenas, gobernada entonces por Pericles, cuyo
amigo y maestro fue; pero acusado de impiedad por los enemigos de Pericles
y obligado a regresar a Jonia, se estableció en Lampsaco. Nos quedan
algunos fragmentos del primer libro de su obra Sobre la naturaleza.
También Anaxágoras acepta el principio de Parménides de la sustancial
inmutabilidad del ser. ''Respecto al nacer y al perecer, dice (fr. 17), los
griegos no tienen una opinión justa. Nada nace ni perece, antes bien, cada
cosa se compone de cosas ya existentes o se descompone en ellas. Y así
deberían llamar más bien reunirse al nacer y separarse al perecer". Al igual
que Empédocles, admite que los elementos son cualitativamente distintos
unos de otros; pero a diferencia de Empédocles, sostiene que tales elementos
son partículas invisibles que llama semillas. Una consideración fisiológica es
base de su doctrina. Empleamos un alimento simple y de una sola especie, el
pan y el agua, y de este alimento se forman la sangre, la carne, los pelos, los
huesos, etc. Es preciso, pues, que en el alimento haya partículas que
engendran todas las partes de nuestro cuerpo, partículas visibles sólo para la
mente. Anaxágoras ha sustituido así como fundamento de la física la
consideración biológica a la consideración cosmológica. Las partículas
elementales, en cuanto son semejantes al todo que constituyen, fueron
llamadas por Aristóteles homeomerías.
La primera característica de las semillas u homeomerías es su infinita
divisibilidad; la segunda, su infinita agregabilidad. En otros términos, según
Anaxágoras, con la división de las semillas no se puede llegar a elementos
indivisibles, como tampoco se puede llegar con la agregación de las semillas a
un todo máximo, que no haya otro mayor. He aquí el fragmento famoso en
el que Anaxágoras expresa este concepto: "No hay un grado mínimo de lo
pequeño pero siempre hay un grado menor, siendo imposible que lo que es,
deje de ser por división. Pero en cuanto a lo grande siempre hay también
uno más grande. Y lo grande es igual a lo pequeño en composición.
Considerada en sí misma, toda cosa es al mismo tiempo pequeña y grande"
(fr. 3, Diels). Como se ve, aquella infinita divisibilidad que Zenón asumía
para negar la realidad de las cosas, la asume también Anaxágoras como la
característica misma de la realidad. La importancia matemática de este
concepto es evidente. Por un lado, la noción de que siempre se pueda
alcanzar, por división, una cantidad más pequeña de toda cantidad dada, es
el concepto fundamental del cálculo infinitesimal. Por otro lado, que toda
cosa pueda ser llamada grande o pequeña según el proceso de división o de
composición en que esté implicada, es una afirmación que supone la
relatividad de los conceptos de grande y pequeño.
Según Anaxágoras, como nunca se llega a un elemento último e
indivisible, tampoco se llega nunca ni a un elemento simple, es decir, a un
elemento cualitativamente homogéneo que sea, por ejemplo, sólo agua o
sólo aire. "En todas las cosas, dice, hay semillas de todas las cosas" (fr. 11).
La naturaleza de una cosa está determinada por las semillas que en ella
predominan: parece oro aquella en que prevalecen las partículos de oro,
aunque haya en ella partículas de las demás sustancias.
Originariamente las semillas estaban mezcladas desordenadamente entre sí
y constituían una multitud infinita, bien en el sentido de la magnitud del
conjunto, bien en el sentido de la pequenez de cada una de sus partes. Esta
mezcla caótica estaba inmóvil; intervino la Inteligencia (fr. 12) para
introducir en ella el movimiento y el orden. Según Anaxágoras, la
inteligencia está completamente separada de la materia constituida por las
semillas. La inteligencia es simple, infinita y dotada de fuerza propia; y de
esta fuerza se vale para producir la separación de los elementos. Pero como
las semillas son infinitamente divisibles, la separación de partes producida
por la inteligencia no elimina la mezcla: de manera que tanto ahora como en
principio, "todas las cosas están juntas" (fr. 6). Si es así, se puede preguntar
en que consiste el orden que el entendimiento da al universo. La respuesta
de Anaxágoras es que este orden consiste en el predominio relativo que
presentan las cosas del mundo, de una determinada especie de semillas: por
ejemplo, el agua es tal porque contiene una prevalencia de semillas, aunque
también las contenga de todas las demás cosas. Por esta prevalencia, que es
el efecto de la acción ordenadora del intelecto, se determina también la
separación y la oposición de las cualidades: por ejemplo, de lo raro y de lo
denso, de lo frío y de lo caliente, de lo oscuro y de lo luminoso, de lo
húmedo y de lo seco (fr. 12, Diels).
Mientras Empédocles había explicado el conocimiento mediante el
principio de la semejanza, Anaxágoras lo explica por medio de los
contrarios. Sentirnos el frío mediante el calor, lo dulce mediante lo amargo
y cada cualidad mediante la cualidad opuesta. Como toda disensión lleva
dolor, toda sensación es dolorosa y el dolor se vuelve sensible por su larga
duración o mediante el exceso de la sensación (Diels, A 92).
La constitución misma de las cosas introduce un límite en nuestro
conocimiento; no podemos percibir la multiplicidad de las semillas que
constituyen cada cosa: por eso Anaxágoras dice que "la debilidad de
nuestros sentidos nos impide alcanzar la verdad" (fr. 21). Pero añade: "lo
que aparece es una visión de lo invisible" (fr. 21 a); y, en efecto, los sentidos
nos muestran las semillas que predominan en la cosa que tenemos delante, y
nos dan a entender su constitución interna.
La importancia de Anaxágoras radica en haber afirmado un principio
inteligente como causa del orden del mundo. Platón (Fed., 97 b) lo alaba
por esto y Aristóteles por el mismo motivo dice de él: "Quien dijo:
'También hay una mente en la naturaleza, como la hay en los seres
vivientes, causa de la belleza y del orden del universo'; pasó por hombre
discreto y sus predecesores, comparados con él, parecieron gente que habla
al acaso" (Met., I, 3, 984 b). Pero Platón confiesa su desilusión al comprobar
que Anaxágoras no se sirve de la mente para explicar el orden de las cosas y
recurre a los elementos naturales, y Aristóteles análogamente dice (Ib., I, 4,
985 a, 18) que Anaxágoras utiliza la mente como a un deus ex machina
cuantas veces le resulta difícil explicar algo por medio de causas naturales,
mientras en los demás casos recurre a todo, menos a la mente. Platón y
Aristóteles han indicado justamente así la importancia y los límites de la
concepción de Anaxágoras. A pesar de permanecer fiel al método
naturalístico de la filosofía joma, Anaxágoras innovó radicalmente la
concepción del mundo propia de aquella filosofía, admitiendo una
inteligencia divina separada del mundo y causa del orden del mismo.

BIBLIOGRAFIA
ABBAGNANO, Nicolas, Historia de la filosofía, Barcelona, HORAS S.A, 1994.


EMPÉDOCLES



El eleatismo, declarando aparente el mundo del devenir y engañoso el
conocimiento sensible que le concierne, no ha desviado a la filosofía griega
de la investigación naturalista, la cual continúa según la tradición iniciada
por los jonios, pero no puede dejar de tener en cuenta las conclusiones del
eleatismo. La afirmación de que la sustancia del mundo es una sola y ella
sola es el ser, no permite salvar la realidad de los fenómenos y explicarlos. Si
se quiere sostener que el mundo del devenir es real dentro de ciertos límites,
se debe admitir que el principio de la realidad no es único, sino múltiple. En
este camino se sitúan los físicos del siglo V, buscando la explicación del
devenir en la acción de una multiplicidad de elementos, cualitativa o
cuantitativamente diversos.
Empédocles de Agrigento nació hacia el 492 y murió alrededor de los 60
años. Hijo de Metón, que ocupó un puesto importante en el gobierno
democrático de la ciudad, intervino en la vida política y fue al propio
tiempo médico, taumaturgo y hombre de ciencia. El mismo presenta su.
doctrina como un instrumento eficaz para dominar las fuerzas naturales e
incluso para recuperar del Hades la vida de los difuntos (fr. 111, Diels). Su
figura de mago (o de charlatán) está iluminada por las leyendas que se
formaron respecto a su muerte. Sus secuaces dijeron que fue llevado al cielo
durante la noche; sus adversarios, que se había precipitado en el cráter del
Etna para que le creyeran un Dios (Diels, A 16). Empédocles fue, después de
Parménides, el único filósofo griego que expuso en verso sus doctrinas
filosóficas. Su ejemplo no fue seguido en la antigüedad más que por
Lucrecio, quien le dedicó un magnifico elogio (De rer. nat., I, 716 sigs.).
Nos quedan de él fragmentos más abundantes que de cualquier otro filósofo
presocrático, pertenecientes a dos poemas, Sobre la naturaleza y
Purificaciones: el primero es de carácter cosmológico, el segundo es de
carácter teológico y se inspira en el orfismo y en el pitagorismo.
Empédocles es consciente de los límites del conocimiento humano. Los
poderes cognoscitivos del hombre son limitados; el hombre ve sólo una
pequeña parte de una "vida que no es vida" (porque se desvanece pronto) y
conoce solo aquello con que casualmente se encuentra. Pero precisamente
por esto no puede renunciar a ninguno de sus poderes cognoscitivos:
necesita servirse de todos los sentidos y también del intelecto, para ver cada
cosa en su claridad. Al igual que Parménides, Empédocles sostiene que el ser
no puede nacer ni perecer; pero a diferencia de Parménides quiere explicar la
apariencia de! nacimiento y de la muerte y la explica recurriendo a la mezcla
y a la disolución de las cosas mezcladas. El mezclarse de los elementos que
componen las cosas es el nacimiento, su disolverse es la muerte. El ser
inmutable no es, pues, una sustancia única: se compone de elementos, que
son cuatro: fuego, agua, tierra y aire.
El nombre de "elemento" aparece en la terminología filosófica más tarde,
con Platón: Empédocles habla de las "cuatro raíces de todas las cosas".
Estas cuatro raíces están animadas por dos fuerzas opuestas: el Αmor(Φιλια)
que tiende a unirlas y la Discordia u Odio (Νηικος) que tiende a desunirlas.
El Amor y la Discordia son dos fuerzas cósmicas, de naturaleza divina, cuya
acción se sucede en el universo determinando, con su alternancia, las fases
del ciclo cósmico.
Hay una frase en la que domina completamente el Amor y es el Sfero,
en el cual todos los elementos están perfectamente unificados y ligados en la
más completa armonía. Pero en esta fase no hay sol ni tierra ni mar, porque
no hay más que un Todo uniforme, una divinidad que goza de su soledad
(fr. 27, Diels). La acción de la Discordia rompe esta unidad y comienza a
introducir la separación de los elementos. Pero en esta fase, la separación no
es destructiva: hasta cierto punto, determina la formación de las cosas tal
como son en nuestro mundo, el cual es el producto de la acción combinada
de las dos fuerzas y está a medio camino entre el reino del Amor y del Odio.
Al continuar el Odio en su acción, las cosas mismas se disuelven y se
produce el reino del caos: el puro dominio del Odio. Pero entonces, toca de
nuevo al Amor volver a comenzar la reunificación de los elementos: a medio
camino se forma de nuevo el mundo actual, mezclado de odio y de amor
que, por último, retorna al Sfero, desde el cual se reanudará un nuevo
ciclo. Aristóteles observó (Met., I, 4, 985 a, 25) que Empédocles no es
coherente pues admite al mismo tiempo que el Amor una vez cree el mundo
y otra lo destruya; y lo mismo el Odio. Pero Aristóteles hace esta
observación porque identifica el Amor y el Odio respectivamente con el
Bien y con el Mal (Ib., 985 a, 3). En Empédocles no se da esta
identificación. Empédocles está muy lejos de admitir que el Amor, y sólo el
Amor, sea el principio del cosmos: lo mismo que Heráclito, está convencido
de que la división de los elementos, el odio, la lucha, tengan una parte
importante en la constitución del mundo. "Estas dos cosas, escribe él, son
iguales e igualmente originarias y cada una tiene su precio y su carácter,
predominando alternativamente en la sucesión del tiempo.
Los cuatro elementos y las dos fuerzas que les mueven son también la
condición del conocimiento humano. El principio fundamental del
conocimiento es que lo semejante se conoce por lo semejante. "Conocemos
la tierra mediante la tierra, el agua mediante el agua, el éter divino mediante
el éter, el fuego destructor mediante el fuego, el amor mediante el amor y el
odio funesto mediante el odio" (fr. 109). El conocimiento se produce
mediante el encuentro entre el elemento que reside en el hombre y el mismo
elemento fuera del hombre. Los efluvios que provienen de las cosas
producen la sensación cuando se adaptan a los poros de los órganos de Los
sentidos por su tamaño; en caso contrario, permanecen inadvertidos
Empédocles no formula ninguna distinción entre el conocimiento de
los sentidos y el del intelecto; también este último se produce de la misma
manera gracias a un encuentro de los elementos externos con los internos.
En las Purificaciones, Empédocles vuelve a la doctrina órfico-pitagórica de
la metempsícosis. Hay una ley necesaria de justicia que hace expiar a los
hombres, a través de una serie sucesiva de nacimientos y de muertes, los
pecados con que se mancharon (fr. 115). Empédocles presenta esta doctrina
como su destino personal: "Fui un tiempo niño y niña, arbusto y pájaro y
mudo pez del mar" (fr. 117). Y deplora la felicidad de la antigua morada:
"De qué honores, de qué altura de felicidad he caído para errar aquí, por la
tierra, entre los mortales"

BIBLIOGRAFIA
ABBAGNANO, Nicolas, Historia de la filosofía, Barcelona, HORAS S.A, 1994.


martes, 5 de marzo de 2013

ESCUELA ATOMISTA




La escuela de Mileto no acabó con Anaxímenes de Mileto procede
también Leucipo (aunque algún escritor le llame de Elea o de Abdera),
fundador del atomismo, que puede considerarse el último y más maduro
fruto de la investigación naturalista iniciada en la escuela de Mileto. Se sabe
tan poco de Leucipo, que hasta se ha podido dudar de su existencia. Epicuro
(Diels, 67 A 2) dice que no ha existido nunca un filósofo de tal nombre; y
esta opinión la han admitido también historiadores recientes. Según
testimonios antiguos, fue contemporáneo de Empédocles y de Anaxágoras y
discípulo de Parménides. Sus escritos debieron confundirse con los de
Demócrito, con quien se le unía al indicar a los dos fundadores del
atomismo antiguo.
Demócrito de Abdera fue el mayor naturalista de su tiempo. Era
contemporáneo de Platón, quien, sin embargo, no le nombró nunca. El
mismo nos dice (fr. 5, Diels) que era todavía joven, cuando Anaxágoras era
viejo; su nacimiento se sitúa en el 460-59 a. de J. C. Las numerosas obras
que llevan su nombre, y de las cuales poseemos numerosos fragmentos, La
gran ordenación, La pequeña ordenación, Sobre la inteligencia, Sobre las
formas, Sobre la bondad del alma, etc., muy probablemente no son todas
debidas a él; algunas exponen la doctrina general de la escuela. La fama de
Demócrito como hombre de ciencia ha dado lugar a que su figura se
estilizase en la de un sabio completamente abstraído de la práctica de la
vida. Horacio (Ep., I, 12, 12) cuenta que manadas de ganado saqueaban,
paciendo, los campos de Demócrito, en tanto que la mente del hombre de
ciencia vagaba lejana. En el reparto de la rica herencia paterna quiso tener su
parte en metálico, con lo cual recibió menos, y lo gastó todo en sus viajes
por Egipto y entre los caldeos. Cuando su padre vivía todavía, acostumbraba
a encerrarse en una casita campestre que servía también de establo; y en ella
cierta vez quedó encerrado sin darse cuenta con un buey que su padre había
atado allí en espera de llevarlo al sacrificio (Diels, 68 A I). El carácter
ligeramente burlón de estas anécdotas lo dibuja como el tipo del sabio
distraído.
Parece que Leucipo sentó las bases generales de la doctrina y que
Demócrito desarrolló después estas bases, tanto en la investigación física
como en la moral. Los atomistas están de acuerdo con el principio
fundamental del eleatismo de que sólo el ser es; pero intentan llevar este
principio a la experiencia sensible y servirse de él para explicar los
fenómenos. Así entienden el ser como lo lleno, el no ser como el vacío y
sostienen que lo lleno y lo vacío son los principios constitutivos de todas las
cosas. Pero lo lleno no es un todo compacto: está formado por un número
infinito de elementos que son invisibles a causa de la pequenez de su masa.
Si estos elementos fuesen infinitamente divisibles, se disolverán en el vacío;
deben ser, pues, indivisibles, y por esto se les llama átomos. Únicamente los
átomos son continuos en su interior; los demás cuerpos no son continuos,
porque resultan del simple contacto de los átomos y por esto pueden
dividirse. La diferencia entre los átomos no es cualitativa, como la de las
semillas de Anaxágoras, sino cuantitativa. Los átomos no difieren entre sí
por naturaleza, sino solamente por su forma y magnitud. Determinan el
nacimiento y la muerte de las cosas mediante la unión y la disgregación;
determinan la diversidad y el cambio de las cosas mediante su orden y su
posición. Son, según el ejemplo de Aristóteles (Met., I, 4, 985 d), semejantes
a las letras del alfabeto, que difieren entre sí por la forma y dan lugar a
palabras y a discursos diversos al disponerse y combinarse de distintas
maneras. Todas las cualidades de los cuerpos dependen, pues, o de la figura
de los átomos o del orden y de la combinación de los mismos. Por eso no
todas las cualidades sensibles son objetivas, ni pertenecen verdaderamente a
las cosas que las provocan en nosotros. Son objetivas las cualidades propias
de los átomos: la forma, la dureza, el número, el movimiento; en cambio, el
frío, el calor, los olores, los colores son únicamente apariencias sensibles,
provocadas ciertamente por especiales figuras o combinaciones de átomos,
pero no pertenecientes a los átomos mismos (fr. 5).
Los átomos están todos animados por un movimiento espontáneo, por el
cual chocan entre sí y rebotan, dando origen al nacer, al perecer y al cambio
de las cosas. Pero el movimiento está determinado por leyes inmutables.
"Nada, dice Leucipo (fr. 2), acontece sin razón, antes bien todo acontece
por una razón y por una necesidad". El movimiento originario de los
átomos, haciéndoles rodar y entrechocarse en todas direcciones, produce un
torbellino por el que las partes más pesadas son llevadas al centro y las
demás son, por el contrario, lanzadas hacia la periferia. Su peso, que las hace
tender hacia el centro, es, pues, un efecto del movimiento vertiginoso en que
son arrastrados. De este modo se han formado infinitos mundos que
incesantemente se engendran y se disuelven.
El movimiento de los átomos explica también el conocimiento humano.
La sensación nace de las imágenes (ei)/dwla) que las cosas producen en el
alma mediante flujos o corrientes de átomos que emanan de ellas. Toda la
sensibilidad se reduce, pues, al tacto; puesto que todas las sensaciones son
producidas por el contacto, con el cuerpo del hombre, de los átomos que
proceden de las cosas. Pero de este conocimiento, al cual el hombre se
encuentra necesariamente limitado, el mismo Demócrito no se da por
satisfecho. "En verdad, dice, nada sabemos de nada, antes bien, a cada cual
la opinión le viene desde fuera" (fr. 7). "Se debe conocer al hombre con este
criterio: que la verdad está lejos de él" (fr. 6). Y, en efecto, las sensaciones
de las cuales deriva todo el conocimiento humano, varían de hombre a
hombre, varían incluso en el mismo hombre al albur de las circunstancias, de
manera que no suministran un criterio absoluto de lo verdadero y de lo falso
(Diels, 68 A 112). Estas limitaciones, sin embargo, no afectan al
conocimiento intelectual. Aunque éste esté sujeto a las condiciones físicas
que se verifican en el organismo (Diels, 68 A 135), es, sin embargo, superior
a la sensibilidad, porque permite aprehender, más allá de las apariencias, al
ser del mundo: el vacío, los átomos y su movimiento. Allí donde termina el
conocimiento sensible, que, cuando la realidad se sutiliza y tiende a
resolverse en sus últimos elementos, se vuelve ineficaz, empieza el
conocimiento racional, que es un órgano más sutil y alcanza a la realidad
misma (Democr., fr. 11). La antítesis entre conocimiento sensible y
conocimiento intelectual es tan precisa como la existente entre el carácter
aparente y convencional de las cualidades sensibles y la realidad de los
átomos y del vacío. "Se habla convencionalmente, dice Demócrito (fr. 125),
de color, de dulce, de amargo; en realidad, no hay más que átomos y vacío".
De tal manera, correspondiendo al contraste entre apariencia y realidad, se
mantiene en el atomismo el contraste entre conocimiento sensible y
conocimiento intelectual, a pesar de su común reducción a hechos
mecánicos; y ambos contrastes han sido tomados del eleatismo.
El atomismo representa la reducción naturalista del eleatismo. Del
eleatismo ha tomado como propia la proposición fundamental: el ser es
necesidad; pero ha entendido esta proposición en el sentido de la
determinación causal. Parménides expresaba poéticamente el sentido de la
necesidad recurriendo a las nociones de justicia o de hado. El atomismo
identifica la necesidad con la acción de las causas naturales. Del eleatismo,
tomó también la antítesis entre realidad y apariencia; pero esta antítesis la
traslada al plano de la naturaleza y la realidad de que se habla es la de los
elementos indivisibles de la propia naturaleza. El resultado, que sobrepasa
las intenciones de los mismos atomistas, fue encaminar la investigación
naturalista hacia su constitución como ciencia independiente y a distinguirse
de la investigación filosófica como tal. La constitución de una ciencia de la
naturaleza en disciplina particular, como aparece en Aristóteles, fue
preparada por la obra de los atomistas, que redujeron la naturaleza a pura
objetividad mecánica, con exclusión de cualquier elemento mítico o
antropomórfico. La prueba de esta incipiente separación de la ciencia de la
naturaleza respecto a la ciencia del hombre se encuentra en el hecho de que
Demócrito no establece ninguna relación intrínseca entre una y otra.
La ética de Demócrito no tiene, en efecto, ninguna relación con su
doctrina física. El bien más alto para el hombre es la felicidad, y ésta no,
reside en las riquezas, sino sólo en el alma (fr. 171). No hacen feliz los
cuerpos y la riqueza, sino la justicia y la razón, y donde la razón falta, no se
sabe gozar de la vida ni vencer el temor a la muerte. Para los hombres el
gozo nace de la mesura del placer y de la proporción de la vida: los defectos
y los excesos tienden a conmover el alma y a engendrar en ella movimientos
intensos. Y las almas que se mueven entre uno y otro extremo, no son
constantes ni están contentas (fr. 191). El goce espiritual, la euqumi/a, no
tiene, pues, nada que ver con el placer (ηδονή): "El bien y lo verdadero
—dice Demócrito— son idénticos para todos los hombres; el placer es
distinto para cada uno de ellos" (fr. 69). Por eso el placer no es un bien en sí
mismo: es necesario elegir únicamente el que deriva de lo bello (fr. 207). La
ética de Demócrito esta, pues, muy alejada del hedonismo que podríamos
esperar como corolario de su naturalismo teorético. También al decidido
objetivismo, que es la directriz de Demócrito en el campo de la investigación
naturalista, le corresponde, en la ética, un subjetivismo moral igualmente
decidido. La guía de la acción moral es, según Demócrito, el respeto (ai)dw/j)
hacia sí mismo. "No debes tener mayor respeto para los demás nombres que
para ti mismo, ni obrar cuando, nadie lo sepa peor que cuando lo sepan
todos; pero debes tener para ti mismo el mayor respeto e imponer a tu alma
esta ley: no hacer lo que no se debe hacer" (fr. 264). Aquí la ley moral se
sitúa en la pura interioridad de la persona humana, la cual se hace también
ley para sí misma mediante el concepto de respeto hacia sí mismo. Este
concepto, fundamental para comprender el valor y la dignidad humana,
sustituye al viejo concepto griego del respeto hacia la ley de la πόλις, y
demuestra que la investigación moral de Demócrito se mueve en dirección
antitética a la de su investigación física y que, en consecuencia, se ha
iniciado ya la diferenciación de la ciencia natural y de la filosofía.
Otro rasgo es notable en la ética de Demócrito: el cosmopolitismo. "Para
el hombre sabio —dice— toda la tierra es transitable, porque la patria del
alma excelente es todo el mundo" (fr. 247). Reconoce, sin embargo, el valor
del Estado y dice que nada es preferible a un buen gobierno, puesto que el
gobierno lo abarca todo: si se mantiene, todo se mantiene, si cae todo
perece (fr. 252). Y declara que es preferible vivir pobre y libre en una
democracia que rico y siervo en una oligarquía (fr. 251). La superioridad
que atribuye a la vida exclusivamente dedicada a la investigación científica
se manifiesta con toda evidencia en sus ideas sobre el matrimonio.
Demócrito condena el matrimonio, en cuanto fundado en las relaciones
sexuales, que disminuyen el dominio del hombre sobre sí mismo, y en
cuanto la educación de los hijos impide dedicarse a quehaceres más
necesarios, mientras que el éxito de su educación resulta dudoso. Aquí,
evidentemente, la preocupación de Demócrito es la de salvaguardar la
libertad interior y la disponibilidad del hombre para sí mismo que permiten
consagrarse a la investigación científica.

BIBLIOGRAFIA
ABBAGNANO, Nicolas, Historia de la filosofía, Barcelona, HORAS S.A, 1994.



PARMENIDES





El fundador del eleatismo es Parménides. La grandeza de Parménides se
manifiesta ya en la admiración que suscitó en Platón: éste lo utilizó como
personaje principal del diálogo que señala el punto crítico de su
pensamiento y que se intitula como su nombre; y lo designa (Teet., 183
e) como "venerando y a la vez terrible".
Parménides era ciudadano de Elea o Velia, colonia fócense situada en la
costa de Campania, al sur de Paestum. Según las indicaciones de
Apolodoro, que sitúa su florecimiento en la 69a Olimpiada, habría nacido
en el 540-39; pero esta indicación está en contraste con el testimonio de
Platón, según "el cual Parménides tenía 65 años cuando, acompañado por
Zenón, fue a Atenas y se encontró con Sócrates, entonces muy joven
(Parm., 127 b, Teet., 183 e·, Sof., 217 c). Dada la gran elasticidad de las
indicaciones cronológicas de Apolodoro, no hay motivo para poner en
duda el repetido testimonio de Platón: así, pues, se debe considerar como
probable que Parménides hubiese nacido hacia el 516-11. Aristóteles
refiere en términos dubitativos la indicación de que Parménides hubiese
sido discípulo de Jenófanes; pero, puesto que se debe excluir, como se ha
visto, que Jenófanes haya fundado una escuela en Elea, la indicación
aristotélica tal vez no signifique más que Parménides recogió la corriente
de pensamiento iniciada por Jenófanes. Según otras indicaciones (Dióg.
Laer, IX, 21; Diels, A 1), Parménides recibió su educación filosófica del
pitagórico Ameinias y llevó una "vida pitagórica". Es el primero que ha
expuesto su filosofía en un poema en hexámetros. Jenófanes expuso
ciertamente en versos sus ideas filosóficas, pero de manera ocasional,
entremezclándolas con sus poesías satíricas. Anaximandro, Anaximenes y
Heráclito habían escrito en prosa. El ejemplo de Parménides fue seguido
únicamente por Empédocles. Del poema de Parménides, que
probablemente sólo tiempo después se citó con el título En torno a la
naturaleza, nos quedan 154 versos.
El poema estaba dividido en dos partes: la doctrina de la verdad
(a)lh/qeia) y la doctrina de la opinión (δόξα). En esta última parte
Parménides exponía las creencias del hombre común, proponiéndose,
empero, respecto a ellas, un objetivo valorador y normativo. "Aprenderás
también esto: cómo sean verosímilmente las cosas aparentes, para quien
las examina en todo y por todo" (fr. 1, v. 31). En consecuencia,
Parménides presenta un complejo de teorías físicas probablemente de
inspiración pitagórica. Al dualismo del límite y de lo ilimitado, hace
corresponder el de la luz y de las tinieblas, que tal vez no era desconocido
para los mismos pitagóricos; y considera la realidad física como un
producto de la mezcla y a la vez de la lucha de estos dos elementos (fr. 9,
Diels). La oposición entre estos dos elementos ha sido interpretada, a
partir de Aristóteles, como oposición entre el calor y el frío. "Parménides,
dice Aristóteles (Fis., I, 5, 188 a, 20) toma como principio el calor y el
frío, a los que llama él fuego y tierra." De esta forma, el dualismo de
Parménides lo volvió a admitir Telesio en el Renacimiento. Pero esta parte
en la cual Parménides se limita a exponer las opiniones de los mortales",
contentándose con corregirlas según una mayor verosimilitud, no tiene
más importancia que la de demostrar que Parménides quería hacer valer
las exigencias de su método de investigación aun en aquel dominio de la
opinión al cual la verdad es extraña, para llevarlo a una mayor
verosimilitud.
El tema original de su filosofía es la contraposición entre la verdad y la
apariencia. "Solo dos caminos de investigación se pueden concebir. El uno
consiste en que el ser es y no puede no ser; y éste es el camino de la
persuasión, puesto que le acompaña la verdad. El otro, que el ser no es y
es necesario que no sea; y esto, te digo, es un sendero en el cual nadie
puede persuadirse de nada" (fr. 4, Diels). Por eso "sólo hay un camino
para el discurso: que el ser es" (fr. 8). Pero este camino no puede ser
seguido más que por la razón, puesto que los sentidos se detienen, por el
contrario, en las apariencias y pretenden atestiguarnos el nacer, el perecer,
el mudar de las cosas, es decir, a la vez su ser y su no ser. En el camino
de la apariencia es como si los hombres tuviesen dos cabezas, una que ve
el ser, otra que ve el no ser, y vagaran de acá para allá como tontos e
insensatos, sin poder darse cuenta de nada. Parménides quiere alejar al
hombre de la investigación sensible, quiere hacerle perder la costumbre de
dejarse dominar por los ojos, por los oídos y por las palabras. El hombre
debe juzgar con la razón y considerar con esta las cosas lejanas como si
las tuviera delante.
Ahora bien, la razón demuestra en seguida que no se puede ni pensar ni
expresar el no ser. No se puede pensar sin pensar algo; el pensar en nada
es un no pensar, el no decir nada es un no decir. El pensamiento y la
expresión deben en cualquier caso tener un objeto y este objeto es el ser.
Parménides determina con perfecta claridad el criterio fundamental de. la
validez del conocimiento que había de dominar toda la filosofía griega: el
valor de verdad del conocimiento depende de la realidad del objeto; el
verdadero conocimiento no puede ser más que conocimiento del ser, esto
es, de la realidad absoluta. Tal es el significado de las famosas
afirmaciones de Parménides: "El pensamiento y el ser son lo mismo" (fr.
3, Diels). "Lo mismo es el pensar y el objeto del pensamiento: sin el ser
en el cual el pensamiento se expresa, tú no podrías encontrar el
pensamiento, puesto que no hay ni habrá nada fuera del ser" (fr. 8, v.
34-37).
Al ser que es objeto del pensamiento, Parménides atribuye los mismos
caracteres que Jenófanes había dado al dios-todo. Pero estos caracteres los
reduce él a una sola modalidad fundamental, que es la de la necesidad.
"El ser es y no puede no ser" (fr. 4, Diels) es la tesis principal de
Parménides: tesis que expresa lo que es para él el sentido fundamental del
ser en general y que constituye el principio directivo de la investigación
racional. La necesidad respecto al tiempo es eternidad, es decir,
contemporaneidad, totum simul; respecto a lo múltiple es unidad,
respecto al devenir (o sea, al nacer y perecer) es inmutabilidad (fr. 8, 2-4,
Diels). En particular, Parménides no entiende la eternidad como duración
infinita, sino como negación del tiempo. "El ser nunca ha sido ni será,
porque es ahora todo el, uno y continuo." Parménides fue el primero que
elaboró el concepto de eternidad. Y, en efecto, el ser no puede nacer ni
perecer, puesto que habría de proceder del no ser o disolverse en él, lo
que es imposible porque del no ser no se puede hablar. El ser es
indivisible porque es todo igual y no puede ser en un lugar más o menos
que en otro; es inmóvil porque reside en sus propios límites; es finito
porque lo infinito es incompleto y al ser no fe falta nada. El ser es lo
completo y la perfección; y en este sentido precisamente fínitud. Como
tal, Parménides lo compara con una esfera homogénea, inmóvil,
perfectamente igual en todos los puntos. "Pues hay un límite extremo, el
ser es perfecto por todas partes, parecido a la masa redondeada de una
esfera igual desde el centro a cualquiera de sus partes" (fr. 8). Por eso,
pues, el ser es lleno, en cuanto es completamente presente a sí mismo y
en ningún punto incompleto o deficiente de sí; el ser es autosuficiencia.
Alguna de estas determinaciones, por ejemplo, la de la plenitud, y el
parangón de la esfera, han hecho pensar en una corporeidad del ser según
Parménides. A partir de Zeller, se ha afirmado que ni Parménides ni los
demás filósofos presocráticos se han elevado a la distinción entre corpóreo
e incorpóreo: como si fuese verosímil que hombres que lograron tal altura
de abstracción especulativa pudiesen no haber concebido la primera y más
elemental de tales abstracciones, la distinción entre lo corpóreo y lo
incorpóreo. En realidad, la plenitud del ser significa su autosuficiencia
perfecta, por la cual al ser no le falta ninguna de sus partes o no tiene
defecto de sí en ninguna de ellas; y la esfera no es, como demuestra el
texto, más que un término de comparación que Parménides emplea para
demostrar la finitud del ser, cuyos límites no son negatividad, sino
perfección. Se ha aducido, pues, para hallar la corporeidad del ser
parmenídeo, una frase de Aristóteles, la cual dice que Parménides y
Meliso "no admitieron más que las sustancias sensibles" (De coel., III, 1,
298 b, 21). Pero Aristóteles, que algunas líneas antes había dicho que
estos filósofos "no hablaban como físicos", esto es, no se ocupaban de las
sustancias corpóreas, pretende sólo decir, con aquella frase, que dichos
filósofos no han admitido aquellas sustancias intelectuales (las inteligencias
celestes) a las cuales, según él, se pueden referir la ingenerabilidad y la
incorruptibilidad que los eleatas atribuyen al ser. En realidad, Parménides
formulo por primera vez con absoluto rigor lógico los principios
fundamentales de aquella ciencia filosófica que muchos años más tarde se
llamará ontología.
Reveló, en efecto, con toda su potencia lógica aquella normatividad
intrínseca del ser que ya los filósofos jonios y especialmente Anaximandro
habían expresado en el concepto de sustancia. Vuelve a emplear, para
expresar la necesidad del ser, los mismos términos de que se había servido
Anaximandro: la ley férrea de la justicia (di/kh) ο del destino (moi=ra). "La
justicia no afloja sus cadenas ni deja que algo nazca o sea destruido, antes
bien mantiene firmemente todo cuanto es" (fr. 8, v. 6). "Nada hay ni
habrá fuera del ser, puesto que el destino lo ha encadenado de manera tal
que permanezca entero e inmóvil" (fr. 8, v. 36). La justicia y el destino
no son aquí fuerzas míticas: son términos que sirven para expresar con
evidencia intuitiva y poética la exigencia lógica absoluta del ser, que no
puede no ser. Por primera vez en Parménides, el problema del ser se
plantea como problema metafísico ontológico, es decir, en su máxima
generalidad y no sólo como problema físico. La pregunta "¿qué es el
ser? " cuya respuesta ha querido dar Parménides, no es equivalente a la
pregunta "¿que es la naturaleza?" cuya respuesta habían buscado los
filósofos anteriores, incluso el propio Heráclito. En primer lugar, el ser de
que habla Parménides no es solo el ser de la naturaleza sino también el
del hombre, el de las comunidades humanas o de cualquier cosa pensable;
y en segundo lugar, no tiene una relación directa con las apariencias
naturales o empíricas, porque está más allá de tales apariencias y
constituye su estructura necesaria, solamente reconocible con el
pensamiento. La caracterización de esta estructura la da Parménides
recurriendo a lo que hoy llamamos una categoría de la modalidad: la
necesidad. El ser verdadero o auténtico, el ser del que no se puede dudar
y que sólo el pensamiento puede observar, es el ser necesario. "El ser es y
no puede no ser" (fr. 4). Es ésta una respuesta que la investigación
ontológica daría a la misma pregunta durante siglos y más siglos y que,
desde cierto punto de vista, es también la única respuesta que ella puede
dar. Una consecuencia inmediata de la misma es la negación de lo posible:
ya que lo posible es lo que puede no ser y, según Parménides, lo que
puede no ser, no es. En efecto, dice Parménides "nada hay que impida al
ser llegar a sí mismo" (fr. 8, 45): esto es, que le impida realizarse en su
plenitud y perfección. Los Megáricos (§ 37) expresarán esto mismo con el
teorema "lo que es posible se realiza, lo que no se realiza no es posible".
La forma poética no es para el pensamiento de Parménides, tan
inflexible en su lógica rigurosa, una vestidura de ocasión. La dicta el
entusiasmo del filósofo que en el camino de la investigación puramente
racional, la cual no concede nada a los sentidos y a la apariencia, ha
encontrado el camino de la salvación humana. Parménides es
verdaderamente pitagórico —en el sentido en que lo será Platón— por su
convicción indestructible de que, solamente mediante la investigación
rigurosamente conducida, el hombre puede alcanzar sin peligro la verdad.
La imagen con que comienza el poema de Parménides, del sabio
transportado por yeguas fogosas "incólume (a)sinh/j) a través de todas las
cosas, por la ruta famosa de la divinidad" (fr. 1), manifiesta toda la fuerza
de una convicción de iniciado, que tiene fe, no en ritos o misterios, sino
sólo en el poder de la razón indagadora. Así, en la personalidad de
Parménides, por vez primera en la historia de la filosofía, se traban
íntimamente el rigor lógico de la investigación y su significado existencial.
La "terribilidad" de Parménides consiste precisamente en la extraordinaria
potencia que en él adquiere la investigación lógica, enraizada como está en
la fe en su fundamental valor humano. Se ha visto a veces en Parménides
el fundador de la lógica; pero esto es demasiado o demasiado poco para
él. Si por lógica se entiende una ciencia en sí, que sirva de instrumento
para la investigación filosófica, nada es más extraño a Parménides que una
lógica así entendida. Pero si por lógica se entiende la disciplina intrínseca
de la investigación, entonces Parménides es el fundador de la lógica. Por otra
parte, la pura técnica de la investigación podrá convertirse, con Aristóteles,
en objeto de una ciencia particular sólo después de que Parménides y Platón
habrán mostrado de hecho todo su valor.

BIBLIOGRAFIA
ABBAGNANO, Nicolas, Historia de la filosofía, Barcelona, HORAS S.A, 1994.