lunes, 4 de marzo de 2013

ANAXIMANDRO



Conciudadano y contemporáneo de Tales, Anaximandro nació en el
610-9 (tenía 64 años cuando descubrió la oblicuidad del Zodíaco en el
547-46). También fue político y astrónomo. Es el primer autor de escritos
filosóficos de Grecia; su obra en prosa Acerca de la naturaleza señala una
etapa notable de la especulación cosmológica entre los jonios. Usó por
primera vez el nombre de principio (arché) para referirse a la sustancia
única; y encontró tal principio no en el agua o en el aire o en otro elemento
determinado, sino en el infinito (ápeiron) o sea en la cantidad infinita de materia, de la
 cual se originan todas las cosas y en la cual todas se disuelven,
cuando termina el ciclo que tienen impuesto por una ley necesaria. Este
principio infinito abraza y gobierna a todas las cosas; por su parte es
inmortal e indestructible y, por lo tanto, divino. No lo concibe como una
mezcla (migma) de los distintos elementos en la cual esté cada uno
comprendido con sus cualidades peculiares, sino más bien como materia en
que aún no se han diferenciado los elementos y que, así, además de infinita
es indefinida (aóriston) (Diels, A 9 a).
Estas precisiones constituyen ya un enriquecimiento y un desarrollo de la
cosmología de Tales. En primer lugar, el carácter indeterminado de la
sustancia primordial, no identificada con ninguno de los elementos
corpóreos, a la vez que permite comprender mejor la derivación de éstos
como otras tantas especificaciones y determinaciones de aquélla, la priva de
todo carácter de verdadera y propia corporeidad, convirtiéndola en una pura
masa cuantitativa o espacial. Estando de hecho ligada la corporeidad al
carácter determinado de los elementos particulares, el ápeiron no puede
distinguirse de ellos sino por estar privado de las determinaciones que
constituyen la corporeidad sensible de los mismos y, así, porque se reduce al
infinito espacial. Aunque no pueda encontrarse en Anaximandro el
concepto de espacio incorpóreo, la indeterminación del ápeiron, al reducirlo
a la espacialidad, lo convierte necesariamente en un cuerpo determinado
solamente por su magnitud espacial. Tal magnitud es infinita y, como tal, lo
abarca y lo gobierna todo (Diels, A 15). Estas determinaciones y sobre todo
la primera, hacen del ápeiron una realidad distinta del mundo y
trascendente: lo que abarca está siempre fuera y más allá de lo que resulta
abarcado, aunque en relación con ello. Así pues, el principio que
Anaximandro establece como sustancia originaria merece el nombre de
"divino". Las propias exigencias de la explicación naturalista conducen a
Anaximandro a una primera elaboración filosófica de lo trascendente y lo
divino, sustrayéndolo por primera vez a la superstición y al mito. Mas el
infinito es también lo que gobierna al mundo: no es, pues, sólo la sustancia
sino también la ley del mundo.
Anaximandro es el primero en plantearse el problema del proceso a través
del cual las cosas se derivan de la sustancia primordial. Tal proceso es la
separación. La sustancia infinita está animada por un movimiento eterno, en
virtud del cual se separan de ella los contrarios: cálido y frío, seco y
húmedo, etc. Por medio de esta separación se engendran infinitos mundos,
que se suceden según un ciclo eterno. Cada uno de ellos tiene señalado el
tiempo de su nacimiento, de su duración y de su fin. "Todos los seres deben
pagarse unos a otros la pena de su injusticia según el orden del tiempo" (fr.
1, Diels). Aquí la ley de justicia que Solón consideraba predominante en el
mundo humano, ley que castiga la prevaricación y la prepotencia, se
convierte en ley cósmica, ley que regula el nacimiento y la muerte de los
mundos. Pero ¿cuál es la injusticia que todos los seres cometen y que todos
deben expiar? Evidentemente, se debe a la constitución misma y, así, al
nacimiento de los seres, ya que ninguno de ellos puede evitarla, así como no
puede sustraerse a la pena. El nacimiento es, como se ha visto, la separación
de los seres de la sustancia infinita. Evidentemente, tal separación equivale a
la rotura de la unidad, que es propia del infinito; es la infiltración de la
diversidad, y por tanto del contraste, donde había homogeneidad y
armonía. Pues con la separación se determina la condición propia de los
seres finitos: múltiples, distintos y opuestos entre sí, inevitablemente
destinados, por ello, a expiar con la muerte su propio nacimiento y a volver
a la unidad.
A pesar de los siglos y de la escasez de las noticias que nos han llegado,
todavía podemos darnos cuenta, por estos vestigios, de la grandeza de la
personalidad filosófica de Anaximandro. Fundamentó la unidad del mundo
no sólo en la de su sustancia, sino también en la unidad de la ley que lo
gobierna. Y en esta ley no ha visto una necesidad ciega, sino una norma de
justicia. La unidad del problema cosmológico con el humano está aquí
latente: Heráclito la sacará a la luz del día.
Mientras tanto, la misma naturaleza de la sustancia primordial conduce a
Anaximandro a admitir una infinidad de mundos. Se ha visto que infinitos
mundos se suceden según un ciclo eterno; mas ¿son los mundos también
infinitos contemporáneamente en el espacio o sólo sucesivamente en el
tiempo? Un testimonio de Aecio cuenta a Anaximandro entre los que
admiten innumerables mundos que circundan por todos lados el que
nosotros habitamos; y hay un testimonio análogo en Simplicio, que pone
junto a Anaximandro a Leucipo, Demócrito y Epicuro (Diels, A 17).
Cicerón (De nat. deor., I, 10, 25), copiando a Filodemo, autor de un tratado
sobre la religión hallado en Herculano, dice: "Era opinión de Anaximandro
que hay divinidades que nacen, crecen y mueren a largos intervalos y que
tales divinidades son mundos innumerables." En realidad es difícil negar que
Anaximandro haya admitido una infinidad de mundos en el espacio. Puesto
que, si el infinito abarca todos los mundos, debe pensarse que, con ello, no
sólo alcanza más allá de un único mundo sino también de otros y otros más.
Solamente en relación con infinitos mundos puede concebirse la infinitud de
la sustancia primordial, que lo abraza y trasciende todo.
Anaximandro tuvo un modo original de considerar la forma de la tierra:
es un cilindro que gravita en medio del mundo sin sostenerse en ningún sitio
porque, hallándose a igual distancia de todas partes, no es empujado a
moverse por ninguna de ellas. Respecto a los hombres, no se trata de seres
originarios de la naturaleza. En efecto, no pueden alimentarse por sí mismos
y, por tanto, no hubieran podido sobrevivir, si desde el comienzo hubieran
nacido tal como nacen ahora. Han debido, pues, originarse a partir de otros
animales. Nacieron dentro de los peces y después de haber sido alimentados,
al ser ya capaces de protegerse por sí mismos, fueron expulsados y pisaron
tierra. Teorías extrañas y primitivas que, sin embargo, muestran de la
manera más decisiva la exigencia de hallar una explicación puramente
naturalista del mundo y la de atenerse a los datos de la experiencia.

BIBLIOGRAFIA
ABBAGNANO, Nicolas, Historia de la filosofía, Barcelona, HORAS S.A, 1994.



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