martes, 5 de marzo de 2013

ESCUELA ATOMISTA




La escuela de Mileto no acabó con Anaxímenes de Mileto procede
también Leucipo (aunque algún escritor le llame de Elea o de Abdera),
fundador del atomismo, que puede considerarse el último y más maduro
fruto de la investigación naturalista iniciada en la escuela de Mileto. Se sabe
tan poco de Leucipo, que hasta se ha podido dudar de su existencia. Epicuro
(Diels, 67 A 2) dice que no ha existido nunca un filósofo de tal nombre; y
esta opinión la han admitido también historiadores recientes. Según
testimonios antiguos, fue contemporáneo de Empédocles y de Anaxágoras y
discípulo de Parménides. Sus escritos debieron confundirse con los de
Demócrito, con quien se le unía al indicar a los dos fundadores del
atomismo antiguo.
Demócrito de Abdera fue el mayor naturalista de su tiempo. Era
contemporáneo de Platón, quien, sin embargo, no le nombró nunca. El
mismo nos dice (fr. 5, Diels) que era todavía joven, cuando Anaxágoras era
viejo; su nacimiento se sitúa en el 460-59 a. de J. C. Las numerosas obras
que llevan su nombre, y de las cuales poseemos numerosos fragmentos, La
gran ordenación, La pequeña ordenación, Sobre la inteligencia, Sobre las
formas, Sobre la bondad del alma, etc., muy probablemente no son todas
debidas a él; algunas exponen la doctrina general de la escuela. La fama de
Demócrito como hombre de ciencia ha dado lugar a que su figura se
estilizase en la de un sabio completamente abstraído de la práctica de la
vida. Horacio (Ep., I, 12, 12) cuenta que manadas de ganado saqueaban,
paciendo, los campos de Demócrito, en tanto que la mente del hombre de
ciencia vagaba lejana. En el reparto de la rica herencia paterna quiso tener su
parte en metálico, con lo cual recibió menos, y lo gastó todo en sus viajes
por Egipto y entre los caldeos. Cuando su padre vivía todavía, acostumbraba
a encerrarse en una casita campestre que servía también de establo; y en ella
cierta vez quedó encerrado sin darse cuenta con un buey que su padre había
atado allí en espera de llevarlo al sacrificio (Diels, 68 A I). El carácter
ligeramente burlón de estas anécdotas lo dibuja como el tipo del sabio
distraído.
Parece que Leucipo sentó las bases generales de la doctrina y que
Demócrito desarrolló después estas bases, tanto en la investigación física
como en la moral. Los atomistas están de acuerdo con el principio
fundamental del eleatismo de que sólo el ser es; pero intentan llevar este
principio a la experiencia sensible y servirse de él para explicar los
fenómenos. Así entienden el ser como lo lleno, el no ser como el vacío y
sostienen que lo lleno y lo vacío son los principios constitutivos de todas las
cosas. Pero lo lleno no es un todo compacto: está formado por un número
infinito de elementos que son invisibles a causa de la pequenez de su masa.
Si estos elementos fuesen infinitamente divisibles, se disolverán en el vacío;
deben ser, pues, indivisibles, y por esto se les llama átomos. Únicamente los
átomos son continuos en su interior; los demás cuerpos no son continuos,
porque resultan del simple contacto de los átomos y por esto pueden
dividirse. La diferencia entre los átomos no es cualitativa, como la de las
semillas de Anaxágoras, sino cuantitativa. Los átomos no difieren entre sí
por naturaleza, sino solamente por su forma y magnitud. Determinan el
nacimiento y la muerte de las cosas mediante la unión y la disgregación;
determinan la diversidad y el cambio de las cosas mediante su orden y su
posición. Son, según el ejemplo de Aristóteles (Met., I, 4, 985 d), semejantes
a las letras del alfabeto, que difieren entre sí por la forma y dan lugar a
palabras y a discursos diversos al disponerse y combinarse de distintas
maneras. Todas las cualidades de los cuerpos dependen, pues, o de la figura
de los átomos o del orden y de la combinación de los mismos. Por eso no
todas las cualidades sensibles son objetivas, ni pertenecen verdaderamente a
las cosas que las provocan en nosotros. Son objetivas las cualidades propias
de los átomos: la forma, la dureza, el número, el movimiento; en cambio, el
frío, el calor, los olores, los colores son únicamente apariencias sensibles,
provocadas ciertamente por especiales figuras o combinaciones de átomos,
pero no pertenecientes a los átomos mismos (fr. 5).
Los átomos están todos animados por un movimiento espontáneo, por el
cual chocan entre sí y rebotan, dando origen al nacer, al perecer y al cambio
de las cosas. Pero el movimiento está determinado por leyes inmutables.
"Nada, dice Leucipo (fr. 2), acontece sin razón, antes bien todo acontece
por una razón y por una necesidad". El movimiento originario de los
átomos, haciéndoles rodar y entrechocarse en todas direcciones, produce un
torbellino por el que las partes más pesadas son llevadas al centro y las
demás son, por el contrario, lanzadas hacia la periferia. Su peso, que las hace
tender hacia el centro, es, pues, un efecto del movimiento vertiginoso en que
son arrastrados. De este modo se han formado infinitos mundos que
incesantemente se engendran y se disuelven.
El movimiento de los átomos explica también el conocimiento humano.
La sensación nace de las imágenes (ei)/dwla) que las cosas producen en el
alma mediante flujos o corrientes de átomos que emanan de ellas. Toda la
sensibilidad se reduce, pues, al tacto; puesto que todas las sensaciones son
producidas por el contacto, con el cuerpo del hombre, de los átomos que
proceden de las cosas. Pero de este conocimiento, al cual el hombre se
encuentra necesariamente limitado, el mismo Demócrito no se da por
satisfecho. "En verdad, dice, nada sabemos de nada, antes bien, a cada cual
la opinión le viene desde fuera" (fr. 7). "Se debe conocer al hombre con este
criterio: que la verdad está lejos de él" (fr. 6). Y, en efecto, las sensaciones
de las cuales deriva todo el conocimiento humano, varían de hombre a
hombre, varían incluso en el mismo hombre al albur de las circunstancias, de
manera que no suministran un criterio absoluto de lo verdadero y de lo falso
(Diels, 68 A 112). Estas limitaciones, sin embargo, no afectan al
conocimiento intelectual. Aunque éste esté sujeto a las condiciones físicas
que se verifican en el organismo (Diels, 68 A 135), es, sin embargo, superior
a la sensibilidad, porque permite aprehender, más allá de las apariencias, al
ser del mundo: el vacío, los átomos y su movimiento. Allí donde termina el
conocimiento sensible, que, cuando la realidad se sutiliza y tiende a
resolverse en sus últimos elementos, se vuelve ineficaz, empieza el
conocimiento racional, que es un órgano más sutil y alcanza a la realidad
misma (Democr., fr. 11). La antítesis entre conocimiento sensible y
conocimiento intelectual es tan precisa como la existente entre el carácter
aparente y convencional de las cualidades sensibles y la realidad de los
átomos y del vacío. "Se habla convencionalmente, dice Demócrito (fr. 125),
de color, de dulce, de amargo; en realidad, no hay más que átomos y vacío".
De tal manera, correspondiendo al contraste entre apariencia y realidad, se
mantiene en el atomismo el contraste entre conocimiento sensible y
conocimiento intelectual, a pesar de su común reducción a hechos
mecánicos; y ambos contrastes han sido tomados del eleatismo.
El atomismo representa la reducción naturalista del eleatismo. Del
eleatismo ha tomado como propia la proposición fundamental: el ser es
necesidad; pero ha entendido esta proposición en el sentido de la
determinación causal. Parménides expresaba poéticamente el sentido de la
necesidad recurriendo a las nociones de justicia o de hado. El atomismo
identifica la necesidad con la acción de las causas naturales. Del eleatismo,
tomó también la antítesis entre realidad y apariencia; pero esta antítesis la
traslada al plano de la naturaleza y la realidad de que se habla es la de los
elementos indivisibles de la propia naturaleza. El resultado, que sobrepasa
las intenciones de los mismos atomistas, fue encaminar la investigación
naturalista hacia su constitución como ciencia independiente y a distinguirse
de la investigación filosófica como tal. La constitución de una ciencia de la
naturaleza en disciplina particular, como aparece en Aristóteles, fue
preparada por la obra de los atomistas, que redujeron la naturaleza a pura
objetividad mecánica, con exclusión de cualquier elemento mítico o
antropomórfico. La prueba de esta incipiente separación de la ciencia de la
naturaleza respecto a la ciencia del hombre se encuentra en el hecho de que
Demócrito no establece ninguna relación intrínseca entre una y otra.
La ética de Demócrito no tiene, en efecto, ninguna relación con su
doctrina física. El bien más alto para el hombre es la felicidad, y ésta no,
reside en las riquezas, sino sólo en el alma (fr. 171). No hacen feliz los
cuerpos y la riqueza, sino la justicia y la razón, y donde la razón falta, no se
sabe gozar de la vida ni vencer el temor a la muerte. Para los hombres el
gozo nace de la mesura del placer y de la proporción de la vida: los defectos
y los excesos tienden a conmover el alma y a engendrar en ella movimientos
intensos. Y las almas que se mueven entre uno y otro extremo, no son
constantes ni están contentas (fr. 191). El goce espiritual, la euqumi/a, no
tiene, pues, nada que ver con el placer (ηδονή): "El bien y lo verdadero
—dice Demócrito— son idénticos para todos los hombres; el placer es
distinto para cada uno de ellos" (fr. 69). Por eso el placer no es un bien en sí
mismo: es necesario elegir únicamente el que deriva de lo bello (fr. 207). La
ética de Demócrito esta, pues, muy alejada del hedonismo que podríamos
esperar como corolario de su naturalismo teorético. También al decidido
objetivismo, que es la directriz de Demócrito en el campo de la investigación
naturalista, le corresponde, en la ética, un subjetivismo moral igualmente
decidido. La guía de la acción moral es, según Demócrito, el respeto (ai)dw/j)
hacia sí mismo. "No debes tener mayor respeto para los demás nombres que
para ti mismo, ni obrar cuando, nadie lo sepa peor que cuando lo sepan
todos; pero debes tener para ti mismo el mayor respeto e imponer a tu alma
esta ley: no hacer lo que no se debe hacer" (fr. 264). Aquí la ley moral se
sitúa en la pura interioridad de la persona humana, la cual se hace también
ley para sí misma mediante el concepto de respeto hacia sí mismo. Este
concepto, fundamental para comprender el valor y la dignidad humana,
sustituye al viejo concepto griego del respeto hacia la ley de la πόλις, y
demuestra que la investigación moral de Demócrito se mueve en dirección
antitética a la de su investigación física y que, en consecuencia, se ha
iniciado ya la diferenciación de la ciencia natural y de la filosofía.
Otro rasgo es notable en la ética de Demócrito: el cosmopolitismo. "Para
el hombre sabio —dice— toda la tierra es transitable, porque la patria del
alma excelente es todo el mundo" (fr. 247). Reconoce, sin embargo, el valor
del Estado y dice que nada es preferible a un buen gobierno, puesto que el
gobierno lo abarca todo: si se mantiene, todo se mantiene, si cae todo
perece (fr. 252). Y declara que es preferible vivir pobre y libre en una
democracia que rico y siervo en una oligarquía (fr. 251). La superioridad
que atribuye a la vida exclusivamente dedicada a la investigación científica
se manifiesta con toda evidencia en sus ideas sobre el matrimonio.
Demócrito condena el matrimonio, en cuanto fundado en las relaciones
sexuales, que disminuyen el dominio del hombre sobre sí mismo, y en
cuanto la educación de los hijos impide dedicarse a quehaceres más
necesarios, mientras que el éxito de su educación resulta dudoso. Aquí,
evidentemente, la preocupación de Demócrito es la de salvaguardar la
libertad interior y la disponibilidad del hombre para sí mismo que permiten
consagrarse a la investigación científica.

BIBLIOGRAFIA
ABBAGNANO, Nicolas, Historia de la filosofía, Barcelona, HORAS S.A, 1994.



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